La cosa fue así – César F. Marcos

En 1955 fue la caída. Entonces el cielo entero se nos vino encima. El mundo que conocíamos, el mundo cotidiano, cambió por completo. La gente, los hechos, el trabajo, las calles, los diarios, el aire, el sol, la vida se dio vuelta. De repente entramos en un mundo de pesadilla en que el peronismo no existía. Todo fue anormal. Como fue anormal, absurda, alucinada, la odisea de la Resistencia. Éramos pigmeos que debíamos luchar contra gigantes. Y una vez más el mosquito debió luchar contra el elefante.

Unos cuantos locos sueltos comenzamos a escribir en las paredes y a llenar los mingitorios de grafitos. Claro que no éramos ni Lugones ni Borges, pero creamos un logotipo tan fascinante y poderoso como el perfil del pez de los primitivos cristianos. Así fue el “Perón Vuelve”.

La dictadura de la “libertadora’” se había propuesto barrernos totalmente de la historia y de la geografía. Nosotros enfatizamos la propaganda callejera mural y escrita. Luchamos contra el decreto 4161, una disposición tan insensata como la mentalidad de quienes lo impusieron. Una disposición tan monstruosa y aberrante que sólo hubiera podido ocurrírsele a un Stalin o a un emperador de la tercera dinastía Han.

Incansablemente, sin tregua, sin pausa, nos aplicamos a emborronar paredes. Después, cuando se alcanzó la etapa superior del mimeógrafo, pasamos a los volantes, a los panfletos, los pequeños pasquines, los informativos. La dictadura, naturalmente, tenía todos los medios masivos de opinión. Estaba empeñada en desmantelar al país de todas sus defensas y reservas y en derogar el artículo 40 de la Constitución Justicialista de 1949.

Además, y no era el menor de sus empeños, la “libertadora”’ se había encaprichado en “desterrar el mal gusto impuesto por los peronistas” y sustituirlo por la cultura de las señoras gordas.

Pero la tiza y el carbón vencieron una vez más. Y esta obra fue realizada por el pueblo anónimo que, como Martín Fierro, figura en todas las listas pero en las de pago no. Ya se sabe que en la hora del triunfo y la victoria, primero los ventajeros. Desde el 55 hasta el 58 luchó el pueblo, sólo el pueblo. Después hubo otras aperturas que permitieron que otro tipo de gente subiera a la superficie.

¿Cómo fue descabezado el Movimiento en el 55? Desde un punto de vista estrictamente formal, la mecánica fue muy simple: la “libertadora” detuvo y encerró a todos los que pudo, de los entonces llamados dirigentes. El resto, lisa y llanamente, desaparece de circulación negándose a toda actividad. Salvo muy escasas y muy honorables excepciones las figuras de primera y aún de segunda línea no se ven en la resistencia. Nadie: ni sindicalistas, ni políticos, ni militares. Los que no están presos están exilados y el resto, la mayoría, no quieren lola.

Y hasta los que están presos, muchos de ellos tratan de hacer buena letra. Los que estuvieron en Caseros deben recordar a una de las más altas autoridades partidarias, un mozo grandote, bien plantado, dueño de un gran apellido y de toda la guita del mundo. Habitualmente usaba boina. Cuando era requerido por un celador, se ponía de pie, se sacaba la boina, las manos en la espalda y “sí, señor” y “sí, señor”. Hacía buena conducta. En el conocido libro de Jacinto Oddone, su familia aparecía entre las primeras grandes poseedoras de latifundios.

Naturalmente, los duros y grasunes si estábamos parados nos sentábamos; si estábamos sentados nos acostábamos. Ninguno lo hacía para seguir el proverbio árabe pero era norma no llevar el apunte al carcelero.

Por lo demás, es una ley histórico-social. En toda gran causa nacional la que se juega entera, siempre, es la gente más humilde, los pobres, los estamentos más vinculados a la tierra, al país real. Cuando los romanos invaden las Galias, la aristocracia no tarda en plegarse a los vencedores y adaptar con entusiasmo sus usos y costumbres; es el pueblo el que resiste con Vercingetorix. Lo mismo pasa en Grecia. Los llamados eupátridas —los bien nacidos, los decentes— son los que se rinden primero, hasta expresando simpatía al dominador.

El patriotismo siempre está en el pueblo. La montonera gaucha resiste y derrota catorce invasiones godas mientras la oligarquía salteña negocia en nombre del orden y la autoridad. Es la misma oligarquía que asesina a Güemes y que después se llena la boca con su nombre y le levanta una estatua. Este sí que es verdadero “contrabando ideológico…”

Lo que resulta incomprensible es cómo todavía hay boludos para los cuales no existe ninguna diferencia entre el terror blanco, que proviene de los privilegiados, con la cólera reivindicativa del pueblo. El terror blanco asesina sin piedad, con violencia perversa. Es una mezcla de odio y temor, como puede comprobarse en los ojos de los represores. Es el odio y el miedo mezclados el que produce esa morbosidad sádica que es el terror blanco. Saben que, a la larga, van a ser desplazados inexorablemente, que tienen el futuro en contra. Por eso siempre destruyen sin sentido, estérilmente. Destruyen lo grande y lo pequeño. Destruyen.

No hay como la propia experiencia que se vive en la lucha para comprender la historia. La práctica concreta, vale más que una biblioteca o, por lo menos, la complementa exhaustivamente. No hay distingos entre la masacre de Villamayor y la masacre de José León Suárez. En Villamayor, 130 gauchos mal montados y mal armados siguen al coronel don Gerónimo Costa, el héroe de Martín García. Es una pequeña montonera rosista recién desembarcada. Mitre, ministro de guerra, con todos los medios y recursos en sus manos, disponiendo de una enorme superioridad en hombres y potencia de fuego, los busca, los aplasta y los degüella implacablemente. Debe ser la única batalla que gana en su vida. Y luego es agasajado y festejado como un paladín por los eupátridas miembros del Club del Progreso.

La historia es siempre eso: una eterna lucha entre la opresión y la liberación. Ni siquiera cambia el lenguaje. Cuando el oprimido se defiende y lucha y pelea, además de vago y mal entretenido es un cobarde emboscado, carente de valor para dar la cara, él solo, a una fuerza regular especialmente entrenada y sólidamente armada. El valor, la altivez, la guapeza, siempre la tuvo el Remington cuando enfrentó la tacuara. Así fue ayer y así es hoy. Es igual en Villamayor, en 1856, que cien años después, en 1956, en los basurales de José León Suárez y en los fusilamientos de Lanús y la Penitenciaría.

En esa época nos costó comprender que ya no corrían ni las aventuras militares, ni las chirinadas, ni los golpes de Estado, sino la rebelión de todo un pueblo. Tuvimos que entender que una insurrección auténtica no nace en los cuarteles sino en el seno del pueblo. Las revoluciones legítimas no se improvisan ni surgen sin un proceso previo de maduración y de preparación.

Todo eso debimos aprenderlo en la dura y áspera experiencia diaria. Como también aprendimos que, en el camino de la liberación, hasta los errores también suman y la sangre derramada nunca es estéril, siempre es fecunda y constituye el único ligamento con que se construye firmemente el porvenir.

Ya entonces recorríamos las zonas del Gran Buenos Aires, donde los peronistas comenzaban a estar como el pez en el agua. Allí siempre había una cocina amiga donde tomar unos mates y un sitio seguro donde poder aguantarse si era necesario. ¡Las cocinas que hemos conocido! En esos años, el que más o el que menos, los trabajadores ya tenían su casita y su cocina hospitalaria, abrigada en invierno y fresca en verano. Cocinas alegres, limpitas, con su heladera en un rincón, la mesa con el hule, las sillas acogedoras. Y el mate o una cervecita helada y, a veces —en ese entonces, claro—, la carne para el asadito en el fondo. No sé hacer poemas, pero sugiero ese pequeño homenaje que todavía no se ha rendido a las cocinas humildes, de nuestras barriadas, que fueron verdaderos fortines del Movimiento Peronista.

Allí se realizaban las reuniones con los compañeros barriales, se distribuía la propaganda, se establecían enlaces, se programaban las pintadas, se planeaba la acción. Allí nos reuníamos, en el ámbito mimético de las cocinas, donde todos son iguales y se confunden, donde nadie llama la atención, como en una gran familia.

¿Cómo hacíamos para encontrarnos, reconocernos, hablarnos? En aquel tiempo todos éramos otros y nadie decía nada. Éramos como ostras cerradas hasta que un algo leve, un mutismo expresivo, una manera especial del silencio o un no sé qué difícil de explicar, como si fuera un código esotérico para iniciados únicamente, nos hacía reconocer como compañeros. Y entonces nos agarrábamos fuertemente y nos sentíamos como si fuéramos una fortaleza.

A veces nos llegaba una información. En Villa Crespo o en Mataderos, en algún lado, existía un compañero o un grupo que quería “trabajar” o estaba “trabajando”. Ir, encontrarnos, conversar, entendernos. Así se iban formando los llamados Comandos de la Resistencia, tan frágiles de medios y de recursos pero tan fuertes en la voluntad y en la decisión.

Comenzaron a surgir algunos signos de reconocimiento a través de expresiones pintorescas, por ejemplo, los emblemas de nomeolvides en la solapa del saco, cuando todavía se llevaba saco. El silbido de “fumando espero”, un viejo tango que hicimos resurgir. Así, a veces, reconocíamos un cumpa, un hermano, un peronista.

Otro sistema consistía en “pescar” frente a las pizarras de los diarios, que siempre estaban llenas de gente comentando las noticias. Era cuestión de estarse allí y esperar el momento de largarse con una reflexión o un comentario. O, de repente, salía un tipo que no había abierto la boca para nada y de golpe se despachaba con una sola frase, seca como un puñetazo, para decir lo justo. Era una peronista y no nos equivocabamos.

Solía ser una manera de no decir nada, a veces, diciéndolo todo para los que estábamos en la cosa. Entonces al personaje en cuestión se lo abordaba con todo el ritualismo necesario.

Había personajes extraordinarios. Recuerdo a una compañera desconocida que, en plena calle Florida, frente a “La Nación”, exasperaba a los contreras que la increpaban, con su silencio rebelde y medido. Hasta el momento oportuno en que, hábilmente, se soltaba con alguna expresión aparentemente tangencial pero tan contundente que dejaba sin respuesta a Sus interlocutores. Y era una simple mujer de pueblo, una compañera peronista, para la cual el 4161 era joda.

Recuérdese que ninguno de nosotros tenía experiencia conspirativa. Jamás habíamos trabajado en la clandestinidad. Tampoco teníamos una auténtica tradición de lucha. Las masas obreras de nuestro Movimiento tenían su origen en la emigración interna de los trabajadores del campo, que se habían desplazado a la ciudad y se habían transformado en obreros industriales. Eran los “’cabecitas negras” que habían nacionalizado, acriollado al movimiento obrero, pero carecían, naturalmente, de una tradición de lucha en centros urbanos fabriles. La límpida trayectoria montonera de sus antepasados había sido borrada después de cien años de régimen cotidiano cipayo y entreguista.

La caída del 55, realizada violentamente desde arriba, arrasando con todo, fue nuestra gran prueba: fue como un Juicio de Dios. Fue entonces cuando tuvimos que aprender muchas cosas. Saber quiénes éramos y dónde y cómo encontrarnos. No buscamos en absoluto alianza con nadie. Sabíamos que seguíamos siendo la mayoría del pueblo, aunque en ese momento éramos muy pocos, férreamente compartimentados en ínfimos grupúsculos.

Por lo demás, esa férrea compartimentación fue necesaria. Eramos sectarios y dogmáticos. Fue la mejor manera de defendernos y pervivir. Cada grupo o conjunto creyó ser el primero, el único, el inventor exclusivo de las consignas que se lanzaban a la calle.

La verdad es que nadie inventa una terminología. Surge un poco de todos. La primer divisa, el primer lema —y recuerdo que pensando en las pintadas me pareció largo— fue LA VUELTA INCONDICIONAL E INMEDIATA DEL GENERAL PERÓN. Larga o no prendió en todos. La repetimos, la reiteramos, la afirmamos. Salió como pie en todos los volantes, en todos los panfletos, en todas las proclamas. La escribimos en todas las paredes. Se difundió en el país.

Bueno, compañero, todo esto es bastante incoherente y, además, es seguro que no dije todo lo que quería, o dije mucho o dije poco. Y terminaré con una reflexión: después de Caseros pasaron más de ochenta años de escamoteo histórico, de falseamiento de la verdad nacional, de ignorancia premeditada de la época de Rosas el Grande.

A la Primera Resistencia, la que va del 55 al 58, no me corresponde juzgarla. Le reivindico un mérito que nadie podrá discutirlo. NOSOTROS, LAS PERONISTAS DE LA PRIMERA RESISTENCIA, EVITAMOS LA REPETICIÓN DE CASEROS. Sin permitir que se apagara, mantenemos encendida la llama sagrada de Perón. Y esa llama fue la que, al final, floreció en la gran hoguera del 25 de mayo de 1973.

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